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Sueños que no mueren

 

Mujer adulta estudiando

     A través de la ventana, antes de ingresar por la puerta principal, entre las cortinas transparentes y difusas, se mueven las siluetas de dos personas frente a una mesa. La escuela se ubica en una de las calles céntricas de la ciudad fronteriza de Artigas, la capital del departamento homónimo y más septentrional del Uruguay, con una población cercana a los 40 mil habitantes.

   A media mañana el patio central está vacío, por los pilares circundantes que dan a los pasillos se escuchan las voces fugaces de los niños en las clases, en las paredes blancas cuelgan pinturas y fotografías de artistas locales con breves biografías a los costados. Entre los cuadros hay obras de los hermanos Alceu y Edgardo Ribeiro y de Daniel de los Santos, quienes estudiaron con Joaquín Torres García, creador del universalismo constructivo.

    La puerta de la dirección se abre, en el interior asoma Serrana, secretaria y maestra en la escuela. Ella es quien se encarga de resaltar la cultura regional y que se exhiban y conozcan las obras que lucen en las paredes. Sentada en una silla está Delfina, una mujer de pelo grisáceo, ojos cansinos, piel arrugada y manos ásperas que delatan los sacrificios de los años. Saluda apenas desviando la mirada del cuaderno, parca en el habla, la mano derecha aferrada al lápiz negro. En la hoja repite la palabra que Serrana escribió para que practicara el trazo.

    Delfina nació hace sesenta y dos años y vivió su infancia en el barrio Ayuí, una zona pobre aquejada por las dificultades en la antigua periferia de la ciudad. Hizo el primer año de la escuela, pero la reprobaron. Luego abandonó para ayudar a la familia ocupándose de la limpieza de casas, uno de los trabajos de menores ingresos e históricamente sin seguridad social. En la actualidad vive con una sobrina y la pareja de esta.

    Entre tres y cuatro veces a la semana, desde hace diez años, camina hasta la escuela y permanece una media hora realizando ejercicios de caligrafía y matemáticas que le prepara Serrana. Al principio fue Mónica, la directora, la encargada de las tareas y luego Serrana, hoy Delfina no acepta que nadie más intervenga. Al finalizar se llevará su cuaderno con los deberes y seguirá su caminata hasta el comedor municipal, local que brinda asistencia alimentaria a personas que ameriten. Antes del anochecer, en la casa de su sobrina, tomará unos mates y sacará el cuaderno para hacer los deberes asignados, copiar en sucesivos renglones la palabra sol, una de sus favoritas.

Mujer adulta estudiando
Tercera edad, eduación.

     En la tarde, en el barrio periférico de Pintadito, la maestra Ana visita el puesto de la policía comunitaria y levanta unas llaves que las guardan para ella. Luego camina una calle y abre las puertas del liceo público, de funcionamiento matutino, y se dirige a una sala comedor utilizada por los profesores. Al entrar deja caer en la mesa una bolsa con limones y tés que le obsequiará a su única alumna de ese día.

    Ana trabaja en uno de los programas de alfabetización de la Dirección de Educación de Jóvenes y Adultos bajo la órbita de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP). El público al que se dirige comprende a toda persona mayor de 14 años, aunque suelen concurrir de mediana y tercera edad. Uruguay cuenta con una de las tasas más altas de alfabetización en la región, totalizando un 98,77% de la población, según datos de Unesco.

    Ana alfabetiza hace años, aunque también trabaja con niños escolares, la satisfacción que le produce cuando un adulto alcanza los objetivos iniciales es diferente. En su celular guarda con afecto el mensaje de uno de sus últimos alumnos, un camionero de unos cincuenta años que pretendía finalizar la escuela para aspirar a mejores oportunidades laborales. En la actualidad, incluso en trabajos de menor capacitación, se exige la educación primaria completa.

    El hombre concurrió a las clases asiduamente, sin embargo, se ausentó durante unos meses por trabajo, cada vez que recargaba gasolina, aprovechaba para terminar los ejercicios que la maestra le enviaba. Cuando aprobó el examen que certifica los aprendizajes compatibles con la finalización del nivel primario, le envió el mensaje de agradecimiento.

    Este semestre Ana tiene cinco alumnos matriculados, cuatro pretenden culminar el ciclo básico de secundaria y uno la escuela. Para eso tienen la oportunidad en cuatro períodos del año de realizar dos tipos de pruebas. Una es ante un tribunal que evalúa los conocimientos que se esperan para concluir primaria, la otra es de acreditación de educación media básica. Sin embargo, Ana debe combatir las ausencias, una costumbre que se mantiene durante los años. Los principales motivos de los abandonos son por coincidir con los horarios de trabajo, la crianza de los hijos, la falta de apoyo de los familiares y cercanos o las dudas de la utilidad que pueda tener en sus vidas. “Es difícil conquistar a la gente para que venga. Al principio vienen, pero después abandonan por diversos motivos. Se genera un vínculo diferente, hay que escuchar mucho, ir a buscar a la gente y convencerlos de que vengan”, dice Ana.      

    Es un trabajo de hormiga que implica caminar por el barrio, visitar almacenes y locales comerciales, la radio comunitaria para difundir y charlar horas con los vecinos. Un día una mujer y su hija ingresaron a un pequeño local cercano al liceo. La hija leyó un cartel en la pared del establecimiento que decía los días y horarios de las clases para adultos, se lo comentó a su madre y la incentivó a concurrir. No obstante, Clara dudaba, ya que en ese entonces trabajaba cuidando unos vecinos ancianos del barrio. Ana se enteró de que la mujer quería participar y fue al hogar de los señores que cuidaba y la convenció de estudiar.

    Clara sale de su casa, una construcción pequeña y sin lujos al final de la calle, con un cuaderno en la mano, y camina con pasos decididos las ocho cuadras que la separan del liceo. Al llegar a una esquina, un grupo de jóvenes le gritan y ríen de forma maliciosa: está en la hora de los viejos ir a la escuela, le dicen. Ella no responde, sonríe y sigue su marcha, frases así las escucha constantemente, aunque le sorprende cuando son adultos quienes gritan. A sus sesenta años está cumpliendo el sueño más grande de su vida, el que la obsesionó desde chica y se la repitió una y otra vez a sus familiares: estudiar y quién sabe ser maestra.

    Nació y vivió gran parte de su vida en Paso Hospital, una localidad rural del departamento de Rivera que apenas supera los 200 habitantes. Su infancia transcurrió en la estancia en que trabajaba su tía, quien la crio, una práctica habitual en las zonas rurales profundas, cuando una familia no puede hacer con la crianza de un niño, deja el cuidado a un pariente cercano o vecino de confianza. A la edad de comenzar la escuela la pusieron de niñera de los hijos de los estancieros, “niños cuidando a niños” dice sonriente. Cuando veía que otros niños iban a la escuela rural le pedía a su tía para asistir, pero siempre recibía la misma respuesta que las mujeres en su familia no habían estudiado, no necesitaron para trabajar.

    A los 16 años Clara se casó con un trabajador rural de la región, formó familia y siguió trabajando en estancias o en la limpieza. A su pareja le insistía que algún día iba a estudiar y él no entendía esa obsesión permanente. “Sentí no tener estudio, el no poder escribir algo que quería. No es algo lindo. Aprendí mucho con la escuela de la vida, puedo saber de otras cosas como limpiar una cocina, pero si me ponían un libro adelante, no”.

    Clara tiene cuatro hijos, tres con su antigua pareja. A medida que crecían los niños para ir a la escuela rural debían caminar un par de kilómetros, ella los subía al caballo y los acompañaba a pie hasta la puerta, asegurándose de que no faltaran. Cuando estaban en la casa se sentaban en conjunto para hacer las tareas dejadas por la maestra. “Ayudaba a mis hijos con los deberes y aprendía con ellos. Veía los libros que traían, hacíamos las tareas juntos. A veces copiaba la forma de la letra en el cuaderno, practicando, aunque ni idea de qué letra era”. Sus hijos, salvo la menor, adolescente, terminaron la enseñanza media, un motivo de orgullo para la madre.    

    Ana la espera en la puerta del liceo e ingresan. En la sala se sientan y mientras retiran los materiales didácticos, platican sobre asuntos cotidianos, luego trabajarán ejercicios de elaboración de textos y comprensión lectora. La dinámica de la clase incluye tarjetas y juegos con preguntas que inducen a la reflexión sobre cuestiones diarias que aquejan a la población: ¿qué harías si…?, ¿si sucede…?, etc. “Trabajamos mucho con temáticas de sexualidad, situaciones que pueden vivir los jóvenes, problemas de violencia. También la parte de ciudadanía digital, el ciberacoso. Son cosas cotidianas para pensar qu hacer si nos sucede. Además, insistimos mucho en la violencia que se da en el lenguaje y que afecta a la autoestima, por ejemplo cuando se dice: “te sale fea la comida”, “no sabés cocinar”, etc.

     Las clases duran dos horas y se realizan los miércoles, jueves y viernes. Clara, de asistencia inmaculada, entre risas, recuerda que el único día que iba a faltar a causa de un temporal se sorprendió cuando la maestra la fue a buscar en automóvil a su casa.

    Antes de terminar la clase, Clara repite hasta el final de la hoja una nueva palabra. A su costado, en la pantalla del celular, se auxilia de un diccionario. Las palabras elegidas son aquellas que los alumnos más utilizan en la práctica, que las pueden ver escritas en una factura, en el almacén o en un local que frecuentan.

    El siguiente objetivo y el más importante que se han trazado es que Clara rinda la prueba de acreditación de saberes de primaria en diciembre. En el período anterior en agosto no se sentía con confianza para dar. Ahora cree que avanzó bastante, en especial, en la parte de comprensión lectora. Si pasa el examen puede continuar estudiando para rendir el siguiente nivel de acreditación de enseñanza media.

    Al irse, Ana deja la llave del liceo en el puesto de la policía y ambas mujeres se despiden con un “nos vemos mañana”.

©  Aníbal Nario

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