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Oleros


 

Publicado en almanaque del Banco de Seguros del Estado, 2022


 

   En Artigas, a pocos metros del río Cuareim, en un monte, Walter tiene su producción. Es un hombre de unos cuarenta años, de piel curtida y añejada por el sol. A diferencia de otros oleros no rinde cuenta a un patrón. Él trabaja solo a lo sumo con un compañero, “el problema es que muchos trabajan para otra persona o con intermediarios que les compran los materiales, entonces quedan en deuda, y cuando hacen los ladrillos un gran porcentaje es para pagarle. No queda nada después”, dice.

    Walter genera sus ingresos con los ladrillos o su trabajo de fletero, cruzando el río en su carro tirado por caballos o valiéndose de un bote. Prefiere los fletes, pero no siempre hay trabajo, por lo que se dedica a su otro oficio. Cuando cruza el río trae lo que le pidan, incluso ladrillo brasileño, sin importar la hora o visibilidad de su empresa ya que la necesidad no entiende de paradojas, “hay que comer, vivo el día a día, hay que rebuscarse. Siempre hice ladrillos, aprendí en la escuela de la vida, desde chico ayudando, mirando, viendo como lo hacían. Me sirve en los momentos que ta quieto el flete u otras changas.”

   La época fuerte para la producción del ladrillo es el verano cuando el secado es más rápido. En invierno hay más lluvias y los fríos acortan la jornada laboral. La materia prima es accesible y de poco costo, la tierra la sacan del río, y se utiliza cáscara de arroz o la propia cama de los caballos. Todo se mezcla, se le vierte agua y comienza el proceso de pisado. Walter tiene sus dos caballos, los usa para el flete o el pisado según la necesidad. Con el barro más allá de las canillas, guía con paciencia el caminar en círculos de los equinos. Lo hace por dos días en jornadas de doble horario, hasta que se disuelve bien la tierra. Indiferente al castigo del sol, y deteniéndose apenas para almorzar, “estamos acostumbrado, desde chico a trabajar, no hay de sol, de calor de nada. Uso un gorro para la cara, nada más”.

   A una cuadra de distancia antes de ingresar en el asentamiento 18 de Julio, Ademar, otro ladrillero realiza el cortado. En general trabaja solo, pero esta vez decidió darle una changa a un joven desempleado y lo tomó como barrero. Allí, a pleno mediodía y sin sombras en donde refugiarse se valen de herramientas precarias; una pala, un par de mesas improvisadas, y un carro de mano que luce una vieja rueda de moto para trasladar la mezcla. El barrero, pala en mano, recoge el barro y lo deposita en una de las mesas. En la otra mesa, Ademar utiliza un molde dividido en cuatro para dar forma al futuro ladrillo. De ahí a la cancha, un espacio del terreno nivelado, donde en fila de cinco columnas se secan al sol. Es la única etapa del proceso en la que Ademar se lamenta ya que sufre los dolores en la espalda y cintura que le han ocasionado los años.

   Si el sol acompaña los ladrillos estarán pronto para hornear en tres o cuatro días. Pero si llueve se cubre la producción con una lona y se espera. Y aunque la producción se enlentece a veces las lluvias favorecen los fletes, “tengo otra fuente de ingreso. Trabajo en el bote, traigo cosas todo el día. A mi manera me sirve más que el río este lleno”, comenta sonriendo Walter.

   Tras el secado se procede a encasillar. Se construye el horno colocando los ladrillos uno encima del otro, dejando túneles para que el calor aumente de forma uniforme. El horneado por lo general dura dos días. Esta parte es fundamental ya que si el fuego es muy fuerte el ladrillo se quema, o si el calor no es el correcto se pierde resistencia. En las olarías, se hornean unos 6.000 ladrillos como mínimo. En cambio, los trabajadores independientes suelen producir unos 4.000, ya que evitan los riesgos de no tener mercado, “hay momentos que sale la venta y en otros queda parada. Ahora tengo una carga que hace más de quince días está parada, intento hacer la producción justa para que no se acumule”, afirma Walter. Su producto no tiene compradores fijos, sino que se la lleva el primero que venga. El ladrillo brasilero, sumando el costo del flete, se nivela con el precio del de la zona. Pero su principal ventaja es su peso, su tamaño y por ende su rendimiento.

  El millar de ladrillos comprados en el lugar de fabricación tiene un costo aproximado de 3.000 pesos. El precio varía si intervienen intermediarios y las necesidades del vendedor urgen.

©  Aníbal Nario

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