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Del campo a la ciudad
 

Publicado en revista Lento, mayo 2022.

 

      La recreación del papel de las mujeres rurales en la historia, a cargo de una de las sociedades criollas que participan en la Fiesta de la Patria Gaucha, fue una de las innovaciones de su edición de este año. Allí, en la Laguna de las Lavanderas, en Tacuarembó, en la sociedad Refugio de los Gauchos se construyó un taller de oficios, lugar donde las mujeres se reunían y compartían sus saberes sobre hilado, corte y confección, crochet, bordado y conserva de alimentos. Además, se edificó un galpón para guardar la lana, un pozo de agua y un horno de barro. Carla, vestida con prendas de época, fue la encargada de presentar las actividades a los visitantes. El proyecto fue idea suya. “Este año quisimos representar los oficios de las mujeres rurales y reivindicar las tareas que realizaban en la época colonial y en la posterior. En los libros de historia estamos relegadas, siempre se habla del gaucho, del papel masculino, y la mujer queda en un segundo plano, de compañera del hombre, ama de casa y encargada de criar a los hijos”.

     Es la tercera vez que Carla participa en la elaboración de propuestas para la sociedad criolla, siempre insistiendo en destacar el lugar de la mujer. En la primera, en 2013, inspirados en la revolución artiguista construyeron la casa de una viuda que criaba sola a sus hijos, araba la tierra, plantaba una chacra. En 2019 representaron una pulpería atendida por mujeres que fue inspirada en la canción “La pulpera de Santa Lucía”, de Ignacio Corsini, una propuesta que fue polémica, ya que se trata de un rol atribuido exclusivamente a los hombres.

     Carla nació en uno de esos lugares perdidos de Uruguay cuyo nombre se escucha sólo una vez en la vida: Cuchilla de la Casa de Piedra, un paraje con unas pocas viviendas que queda a 34 kilómetros de la ciudad de Tacuarembó. Siendo muy chica, su madre les repetía con insistencia a ella y sus hermanas que la única forma de cambiar su destino y no depender de un hombre sería estudiando. Ese consejo forjó su carácter.

     Su familia estaba integrada por los padres y siete hermanos: tres mujeres y cuatro varones. Su padre permanecía poco en su casa, pues trabajaba como peón de estancia, tropero —encargado de trasladar a caballo al ganado de un lugar a otro—, en las zafras de la esquila o de alambrador. Su madre la marcó por su fortaleza. “Sabe hacer de todo, como casi todas las mujeres del campo, porque tenía que hacerlo para llevar adelante la casa: curar a un caballo, domar, enlazar, tirar un árbol y cortar leña”.

      La casa donde vivían era una construcción simple: paredes de ladrillos, techo de chapas y piso de tierra. Tenía dos cuartos: uno era para los padres y el otro lo compartían los hermanos, que dormían en cuchetas. Los inviernos eran fríos y la madre confeccionaba las frazadas: rellenaba una manta fina con ropas viejas o lana y la iba cosiendo en rompecabezas hasta transformarla en un acolchado.

     El agua, para la higiene y el consumo, se acarreaba todas las tardes en baldes de una cachimba que quedaba a un kilómetro. “El agua se calentaba en caldera y nos bañábamos en latón. Los días más lindos eran los de lluvia: juntábamos todos los bidones, baldes y tarros, y los dejábamos en la caída del techo para que se acumulara. Nos ahorrábamos el trabajo”, cuenta entre risas. La electricidad recién llegaría a principios del nuevo siglo, hasta ese momento se iluminaban con velas o lámparas de queroseno.

     La rutina de los hermanos era la misma. En la semana iban a caballo a la escuela rural, que quedaba a unos siete kilómetros. En el camino recogían huevos de ñandú o de tero y guayabas. A la escuela iban 13 alumnos, una maestra y una cocinera. No tenía agua potable ni luz eléctrica. Para Carla las escuelas rurales “se sienten como una familia”. “Vos jugás, comés, son los únicos niños que ves en todo el día. Nos entreteníamos con la imaginación y los juegos de cartas”, dice.

     De regreso a la casa se cumplía con las tareas del día: entrar a los caballos, cargar la leña, llevar el agua. Recién entonces su madre los autorizaba a ir a lo de una vecina a mirar la tele, en blanco y negro. Para la tele se usaba una batería de corta duración y era una auténtica odisea: uno de los hermanos sujetaba la antena para no perder la señal del único canal que se sintonizaba, lo que si hacía mal tiempo era una tarea imposible. En la casa tenían una radio que funcionaba con pilas y servía como entretenimiento y fuente indispensable de comunicación. No existían los celulares y la telefonía fija no llegaba a la zona; cuando alguien quería hacer llegar una información a otro punto enviaba un telegrama a la emisora. Fue así, escuchando la radio, que su padre, que estaba en una estancia esquilando, se enteró del nacimiento de su último hijo.

      Carla recuerda su infancia con afecto. “Cuando vivís de esa forma no te das cuenta de que te hacen falta cosas, si estás acostumbrada a no tenerlo no aspirás a algo más”, dice. Sin embargo, desde pequeña fue consciente de la escasez de oportunidades que tendría de seguir viviendo en el campo. Un día, cuando tenía 11 años y sus padres mateaban alrededor de la estufa, su madre dijo: “Carla se va a estudiar”. Su padre no estaba convencido y le preguntó a su hija, quien respondió con firmeza: “Quiero estudiar”.

     A los 12 años se fue a Tacuarembó a iniciar el liceo. Su familia alquiló un dormitorio, compartido con la dueña, una señora de 90 años, que les alquilaba a estudiantes de campaña. “Pasaba todo el día aburrida porque no tenía gente con quien estar, estaba acostumbrada a mis hermanos y estar ocupada en tareas. Por eso me llené de actividades: a las siete iba al liceo, cocinaba, lavaba ropa, y luego iba a piano, clases de italiano, gimnasia”.

     Estaba decidida, aunque al principio le costó integrarse por dos motivos. Por un lado, porque estaba acostumbrada a la escuela rural, y el contraste con un aula repleta de alumnos cuyos nombres desconocía la asustó. Por otra parte, porque sus compañeros tenían un nivel básico de inglés adquirido. Para Carla era la primera vez que escuchaba hablar en inglés. Meses después se mudó a Rivera, donde ya estudiaba una hermana que es dos años mayor que ella. Sus padres les alquilaron una pieza con baño a una cuadra del liceo.

     Durante dos años, y por los costos de los pasajes, las visitas a Cuchilla de la Casa de Piedra fueron escasas. La familia decidió mudarse a Rivera, ya que la madre quería que el resto de los hermanos tuvieran la oportunidad de hacer el liceo. El padre siguió trabajando en oficios rurales y aprovechó el auge de la forestación para conseguir empleo. Carla terminó el liceo con la idea fija de estudiar en la universidad. Por eso se fue a Montevideo, al hogar estudiantil de Rivera, algo que agradece hasta el día de hoy. “Fue una experiencia hermosa, te da mucha cancha. Hay un montón de jóvenes como vos que quieren lo mismo, te hacés amigos que te quedan hasta el día de hoy. Cuando llegué no tenía ni idea de que existieran becas ni de cómo tomarme los ómnibus, y fui conociendo a través de la ayuda que nos dábamos entre todos”. Para cubrir los gastos consiguió un trabajo de niñera de tres niños en Punta Gorda y luego estuvo en un call center, donde llegó a ser encargada.

     Después de varios años Carla logró construir una vida en Montevideo, tiene un trabajo estable y está por terminar la carrera de abogacía. Pero su objetivo es visibilizar una situación que aún existe en el mundo rural y en los pueblos: “Siguen siendo espacios muy machistas y la mujer continúa teniendo muchas desventajas. A la mujer del interior, no sólo a la rural, le falta muchísimo para tener las mismas oportunidades que el hombre. Tengo muchos allegados en el campo y sé que la mujer sigue siendo ama de casa, madre, cocinera, y haciendo todo tipo de oficios que no son remunerados. Ahí está la desventaja: depender de un sueldo externo que no les permite tomar las decisiones más importantes y de esa forma tener el control de sus vidas. Si no terminás el liceo o estudiás no tenés muchos trabajos, y los pocos que hay son para hombres. Si cuesta en Montevideo que las mujeres tengan un cargo importante, imaginate en el interior del país”, concluye.

©  Aníbal Nario

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