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El comienzo de un barrio
 

Publicado en portal Radio Pedal.
 

       El asentamiento San Miguel se encuentra lindante al del Nuevo Comienzo, en el barrio Santa Catalina. La denominación surgió cuando a una vecina que hacía gestiones en la OSE y UTE le pidieron un nombre. A ella se le ocurrió homenajear a Miguel, uno de los referentes que organizó el merendero y que desde el primer día se preocupó por la gente del lugar.

Al predio se ingresa por la calle Burdeos y si se continúa sin doblar hasta el final se termina en un merendero y olla popular solidaria. Las calles y aceras son de tierra, aunque el pasto se está extendiendo en partes habitadas. Decenas de niños, dispersos en pequeños grupos, juegan, corren o andan en bicicletas de un sitio a otro.

     La olla se realiza en una vivienda que tiene en su techo una bandera flamante de Uruguay. El terreno es irregular, en la cima está la casa y descendiendo por escalones de tierra, en forma de tribuna, se accede a una zona al aire libre donde se hacen actividades de recreación lúdica. Allí se advierte uno de los pocos árboles y a una palmera más distante, vestigios de la zona de malezas, anterior al poblamiento. Nos recibe Miguel, un septuagenario referente del barrio. Barrio es el término que prefiere la comunidad para nombrar al San Miguel. Junto con su hermana Edi son quienes organizan las actividades de la olla y fueron de los primeros en llegar en enero del 2020.

     En el local, Edi y un voluntario cortan la carne y los chorizos para el menú. Cada tanto ingresa gente y se ofrecen para lo que se necesite. Marianela, una activista social que me acompaña, deja en un sofá bolsas de ropas que donaron vecinos de La Teja y Unión. En un rincón, en un aula improvisada, una joven imparte clases de matemáticas a una mujer adulta, madre de seis hijos. Fernanda, la profesora, es una veinteañera voluntaria, estudiante de matemáticas. Los sábados colabora con la olla y si hace falta dispone sus conocimientos al servicio de quienes lo necesiten. Muchos vecinos, incentivados por el plan Rumbo, un programa para finalizar la educación media básica, retomaron sus estudios. En la tarde llegarán más estudiantes del IPA(Instituto de Profesores Artigas)y Magisterio, quienes formaron una escuelita que da clases a niños y adultos.

     Al fondo hay una olla grande y al costado una cocina, utensilios y una repisa con enlatados. En el exterior, Pablo, un educador social, juega al ping-pong con un adolescente. En una mesa contigua un grupo de niñas se entretiene con cartas y a metros unos pequeños giran en círculos con sus bicicletas. Pablo es quien organizó el espacio recreativo. Desde hace un año los sábados de 10 de la mañana hasta las 13 horas se realizan actividades que incluyen: voleibol, ping-pong y juegos de naipes.

     La olla opera dos días a la semana: lunes y sábados. La idea es extender a los miércoles, aunque de momento no cuentan con los recursos suficientes. El resto de los días funciona como merendero para los niños. El menú es guiso, variando el complemento entre arroz o fideo. Mientras Miguel me cuenta los pormenores de la olla, un hombre ingresa con una garrafa de gas para reponer, es una colaboración del sindicato de la OSE. En la actualidad reciben donaciones y la solidaridad de diferentes organizaciones: los sindicatos de trabajadores de la OSE, de Artes Gráficas y de la pesca; La Asociación de funcionarios de la UTU; los gremios estudiantiles del IPA y el Magisterio y el colectivo de mujeres Tejiendo Oeste. Por otra parte, reciben alimentos a través del plan ABC de la Intendencia de Montevideo y de donaciones de comercios como una panadería de la zona. En cada jornada se cocinan unos 200 kilos y se alimentan a unas trescientas familias tanto del San Miguel como del Nuevo Comienzo. Las verduras llegan los jueves y en la tarde se la pica dejando pronta para el sábado. Edi es la cocinera actual, aunque destaca que aprendió las porciones exactas de su hermano.

     Atrás del predio, en una pequeña parcela, la tierra está pronta para una huerta que a futuro surtirá la olla. A unos metros se expande un baldío cubierto de malezas, Miguel con los ojos brillosos de ilusiones sueña con que ese sea el lugar definitivo de la canchita de fútbol. En la actualidad la canchita está en el medio del barrio, en realidad atraviesa la calle. En la semana la ocupan los jóvenes o adolescentes, mientras que los sábados en la mañana la usan los más pequeños. Las líneas son imaginarias, los precarios arcos están construidos con palos y una red de pesca; por el ondulante terreno de juego pasan motos, transeúntes y descansan cada tanto unos perros. En las inmediaciones hay un columpio con dos hamacas.

     En el espacio de la canchita hay entre veinte y treinta niños. Mientras algunos juegan, otros patean penales usando de arco el muro de madera de una casa. Parado y alegre en la mitad de la cancha el profesor da indicaciones. Ignacio Lapetina es preparador físico y años atrás formó parte del cuerpo técnico de las juveniles de la selección uruguaya. La invitación para participar en la actividad surgió a través de Pablo. Es la sexta instancia con los chiquilines y lo toma como una gran experiencia de aprendizaje. “Todavía estamos trabajando con los gurises en la conciencia de que en este tiempo y espacio tenemos ciertas normas que cumplir, como ejemplo: no ausentarse y volver al rato. Los días que hicieron calor se iban a las casas a tomar agua, entonces una solución que encontramos es traerles el agua. Lo mismo con la comida. Con la vestimenta a veces vienen de vaquero y crocs a jugar. En realidad no hablamos de ese tema, ya que no sabemos si tienen equipo para ponerse. Pero estamos muy contentos porque la gurisada viene muy motivada”. Un niño a la pasada le pregunta si van al polideportivo. Hoy no, responde Pablo. Uno de los objetivos es realizar salidas para que conozcan más allá del barrio, hace unas semanas visitaron un polideportivo de la UTU cercana.

      De regreso a la olla, algunos vecinos se acercaron a colaborar. Según Miguel la mayoría de los vecinos son inmigrantes, en especial dominicanos, peruanos, argentinos y bolivianos. Es un intercambio cultural interesante que motivó la idea de hacer comidas típicas de otros países en un futuro. Ángela e Iris son madres solteras oriundas de República Dominicana que viven desde el 2014 en el Uruguay. Hace dos años, imposibilitadas de pagar un alquiler en el centro de la ciudad, se trasladaron al San Miguel. “Como inmigrantes se nos complica todo; el alquiler y las cosas básicas. Acá encontramos las facilidades para crear un hogar y a personas que nos abrieron sus puertas. Somos una familia, nos cuidamos unos a otros”, dice Iris. Según ella, hay muchas madres solteras en el barrio y disponer de ayuda para construir las viviendas o cooperar en lo que sea es un alivio. Resalta que se siente segura, lo que le permite dejar a sus hijos para que jueguen en la cancha o alrededores mientras ella trabaja, porque los vecinos están mirando y cuidando.

     Alexandra fue una de las primeras pobladoras. Llegó el segundo día, un 18 de enero, cuando estaba repleto de gente. Durante dos meses vivió en una carpa acompañada de sus hijos, una niña de once y un varón de tres, y una pareja de entonces. La limpieza del terreno requirió esfuerzo y paciencia. Asistidos por los padres construyeron una pieza de nailon de 3x3, con palos de columnas y techo de chapa. Finalmente, compraron tablas, hicieron una casa y al año el piso de tierra quedó nivelado. En esos tiempos caminaban cuatro cuadras hasta Burdeos, donde había una canilla para surtirse de agua.

La adaptación fue rápida, en especial, por la cooperación interna en la comunidad. Alexandra participó en los primeros tiempos de la olla, cuando hacían leche en polvo y torta frita todos los días. Los platos vinieron más tarde. Al principio recolectaban dinero para los alimentos.“Entre los vecinos poníamos lo que cada uno podía: veinte, cincuenta o cien pesos”, dice. Hoy cree que el espacio cambió de forma trascendental al barrio, siendo una referencia ineludible cuando un vecino está con dificultades o al mudarse una nueva familia. Del barrio destaca la solidaridad y la diversidad cultural: “hay uruguayos, argentinos, paraguayos, venezolanos, cubanos, haitianos, de todos lados. Los vecinos por más que no te conozcan te saludan, te paran en la calle a conversar y ponerse a las órdenes. A los niños se les pega mucho la forma de hablar de los dominicanos, es gracioso escucharlos. Mi hija quiere hablar como ellos, viene con palabras nuevas, y me muero de la risa. En la plaza juegan todos juntos”.

     Los domingos un grupo de adolescentes se reúne en el local. Trabajan en un proyecto para presentar al Fondo de Iniciativas del INAU (Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay). Ana Clara, que minutos antes jugaba al fútbol, es una participante activa del grupo. La idea es construir una plaza en la zona céntrica del barrio. En las reuniones los planteos se adaptan al presupuesto del fondo, las escriben y pasan a un pizarrón colgado en una pared.

     Camino entre las calles del barrio. Cerca de la canchita un cartel en una casa anuncia que hay bizcochos. Una mujer hace un pozo en su terreno con una pala. En otra vivienda un grupo de jóvenes se agrupa alrededor de un fuego y del sonido de la música. Uno de ellos tira unas tablas a la fogata, al tiempo que otro limpia con papel de diario una grilla. A la derecha de la entrada principal hay algunas casas siendo construidas con material.

     Conozco a Julio, un retirado militar que vive con su pareja y tres de sus ocho hijos. Mientras caminamos hasta su hogar observo su dificultad, bien disimulada, para trasladarse. Por momentos su voz emana suave y contenida, como un susurro, y la entonación final apenas se escucha. Me comenta que en el 2010 realizando una labor de pintura en el cuartel, se cayó de una altura de siete metros. Se lesionó la espalda y sufrió una hernia de disco, a la que en el presente se le suma una discopatía degenerativa. Estuvo diez días internado y luego en convalecencia domiciliaria. Finalmente, le salió el retiro obligatorio. Recuerda que al principio los dolores eran insoportables, pero a la larga se acostumbró o terminó adaptándose. Para paliar el sufrimiento se vale de medicación diaria, cuando la aflicción aumenta recurre al hospital a que le den un inyectable.

     Su casa, como el resto del barrio, aún no tiene saneamiento, del ingenio se construyen pozos negros. Al fondo hay una huerta donde planta perejil, cebolla, papa, berenjena, acelga y cilantro. El cilantro es una hierba rara en el Uruguay, de aroma intenso y sabor penetrante es muy consumida en la gastronomía dominicana. La producción de Julio, pequeña, es para el consumo personal y venta. Uno de los hijos que vive con él, un adolescente de 17 años, está tramitando su ingreso al ejército.

     Al final del barrio, pasando por un puente angosto improvisado con maderas, se encuentra la isla, una parcela de tierra separada por una zanja profunda, con una única vivienda. Horacio, un joven de veintiséis años, vive con su pareja y dos niños, de tres y ocho años. Cuando llego se levanta para saludarme, está arreglando una garrafa de gas pequeña que la utilizan para la cocina. Es oriundo de la Teja. De los quince a los 20 años estuvo en la calle deambulando por el Casabó, Cerro, Tobogán, La Boyada, La Cachimba del piojo, entre otros lugares. “El pasado te marca y hace que pienses en que no querés eso para tus hijos. Por eso estoy acá, en un ranchito, con mi hijo”. Sosegado repite que no hay nada que describa el frío y el hambre que se pasa en la calle. Llegó a estar días casi sin comer, compartiendo restos que los amigos le traían. Dormía arrimado a un muro entre cartones o debajo de puentes. Para él, cuando pisa el pavimento afuera del barrio ya es como estar viviendo en la calle, esa era su vida, es un recuerdo presente que no se marchita de la memoria. Le agrada el San Miguel porque tiene mejores condiciones que en otros sitios que estuvo.

     Al momento hace changas, de lo que venga. Si las condiciones urgen tiene un carro de mano para hurgar por la ciudad. En el interior de la casa logró colocar piso flotante y aislar con nailon el único cuarto. Pese a la precariedad de las viviendas, la mayoría de los adultos que consulto no sienten el frío, la preocupación es por los niños, tal vez los años de carencias transformaron en escudos a sus cuerpos. Horacio se propuso continuar construyendo y mejorar el bienestar de su gente. Antes de irme el niño corre a sus brazos, en un rato van a ir a la olla a buscar la vianda de la noche.

     Paso por la olla para despedirme. La comida pronto se servirá. En el espacio de recreación, los niños se divierten con las laptops del plan ceibal. Saludó a un voluntario estudiante del IPA que viene a dar clases. Al irme me cruzo con moradores que bajan a buscar su vianda. Mi amiga Marianela me acompaña, caminamos lento, cada uno apropiándose de la porción de silencio que puede. En el recorrido del ómnibus veo a tres niños conduciendo un carro tirado a caballo. Uno de ellos se lanza al interior de un contenedor, los otros ríen. Es confuso, pero pese a todas las sensaciones que me recorre esa imagen siento que aún hay esperanza.

©  Aníbal Nario

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