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Sobre asuntos de fútbol, vida y muerte

Sobre asuntos de fútbol, vida y muerte

     Caminaba acelerado cuando me distraje con un partido en una canchita de tierra. El portero se disponía a sacar del arco y sus defensas más cercanos se encontraban abiertos en los laterales. La pelota fue a uno de ellos, quien con destreza acomodó el cuerpo y la pasó a otro compañerito, y este a otro, manteniendo la posesión e intentando avanzar de forma progresiva. Aquello me llamó la atención y me senté a lo lejos a mirar el partido. Necesitaba esa terapia de encontrarme en uno de esos pequeños, revivir la sensación placentera de tiempos en que no existían las preocupaciones agobiantes de la adultez. Era jugar por placer, por diversión.


     Los padres rodeaban la cancha detrás de una cuerda. El partido transcurría tranquilo, con voces de aliento para los pequeños, hasta que en una jugada de carambola se produjo un gol. Uno de los niños fue señalado por el murmullo recriminador de afuera y, aunque el técnico lo alentaba, sus compañeritos se alejaban moviendo la cabeza. Comprendí que aquella jugada que despertó mi atención había sido el comienzo del partido. Ahora el clima se encendía; desde afuera se escuchaban los gritos enardecidos, los exabruptos contra el árbitro, la desesperación por empatar de unos y el deseo de aguantar el resultado por parte de otros. En la cancha, la pelota viajaba sin rumbo y, cuando algún valiente se demoraba con ella, los gritos se intensificaban. Si la perdía, sobrevenía el reproche de los niños: "¡Sacala!", "¡Tirá para arriba!", "¿Qué hacés?"


     Cerca del final, un delantero arrancó en velocidad siendo perseguido por un rival. El público arrinconado contra la cuerda se desesperó. "¡Corré, corré!" gritó una mujer y "¡Bajalo!" respondió otra. El defensa se tiró a las piernas y derribó al delantero, el árbitro cobró la falta, haciendo estallar a las hinchadas. El chico, expulsado, se retiró ovacionado por su parcialidad. En los siguientes minutos, el juez dejó de ser un hombre y se tornó un ladrón, un sinvergüenza carente de ética, vilipendiado por la masa. Los niños protestaron con ademanes cada decisión y el juego se tornó brusco en procura de una victoria olvidada de formas.


     A mi costado, unos niños, alegres y distendidos, realizaban ejercicios de calentamiento para el siguiente partido. Algunos adultos los acompañaban, charlando sosegados entre ellos. En unos minutos ocuparían sus puestos detrás de la cuerda, depositando sueños y frustraciones en esas criaturas que se jugarían la vida o muerte en un partido. Mientras me marchaba, recordé las palabras de Jorge Valdano: "Uruguay es un milagro futbolístico".


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