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Manos que hablan

Manos que hablan

    Un día caluroso de verano, pedaleaba por la ruta cuando me topé con una comparsa de alambradores. Me acerqué, atraído por la oportunidad de charlar y fotografiar su trabajo.


     Durante dos días, en las pausas, me contaron sobre su oficio. Todos coincidían en que las oportunidades laborales en los pueblos eran escasas; a diferencia de las cosechas, que dependían de las zafras, el alambrado ofrecía un ingreso más seguro. Además, el alto costo de trasladarse a la capital, sumado a la incertidumbre de encontrar alojamiento, impedía las migraciones.

 

     Una tarde, me quedé hablando con un joven alambrador de unos treinta años, quien había comenzado a trabajar en el oficio desde los doce. Le gustaba lo que hacía, aunque quizás nunca tuvo la oportunidad de imaginarse en otra actividad. Se había acostumbrado al sol y a las largas jornadas; era “lo que había”. Justo cuando estaba por irme, me llamó.


—Hay algo que no me gusta del oficio. —¿Qué? —pregunté. —Mis manos —dijo, mostrándomelas—. A veces me da cosa tocar a mi pareja. A ella no le gusta mucho.


      Miré sus manos y luego las mías; ambos teníamos la misma edad, con diferentes marcas.

©  Aníbal Nario

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