Andante
Pedaleaba en un día caluroso de verano cuando entré en un pequeño pueblo rural sin grandes construcciones. Vi al costado de la ruta una casa violeta con una antena parabólica, una auténtica reliquia de un pasado reciente. Recordaba que, a principios de los noventa del siglo XX, tener una antena parabólica era un signo ineludible de riqueza. En el porche estaba un hombre sentado con un perro a su lado. Aprovechando el momento de distracción, decidí descender de la bicicleta y arrimarla al alambrado. Lo saludé a la distancia y el hombre se acercó, siempre acompañado por su perro.
Me presenté y le pedí un poco de agua para rellenar mi cantimplora y un vaso para beber en el momento. Me pidió que esperara y, al regresar, me dio una botella recién sacada del congelador. Luego miró en ambas direcciones y extendió el puño hacia mí, que aún no comprendía el gesto. Acerqué la palma y dejó caer un billete de doscientos pesos. Agradecí el gesto, pero me rehusé a aceptarlo. Insistió, alegando que siempre lo visitaban caminantes de todo tipo y él sabía lo difícil que era, por lo que no debía sentir vergüenza.
Le expliqué que recorría la campaña tomando fotos y contando historias, pero no había forma de persuadirlo. Saqué mi cámara fotográfica de la mochila y le mostré algunas fotos, logrando finalmente que me creyera.
Mientras bebía el agua, me comentó que antes se veían más caminantes y también recibían más colaboración de la gente, especialmente en las estancias donde pedían para dormir. Lamentablemente, en los últimos tiempos, mucha gente que pedía un lugar para quedarse o comer robaba pertenencias o se aprovechaba de la generosidad de quienes ofrecían ayuda. Esto había mantenido alerta a las personas. Aquello me hizo pensar en que en las grandes ciudades, por lo general, antes de saludar ya se está desconfiando de las intenciones ajenas.
El hombre creía que los valores de la sociedad habían cambiado mucho, y las noticias feas frenceuntes en los medios de comunicación no contribuían a que las personas abrieran sus puertas. Sin embargo, él seguía creyendo en la humanidad y en la gente de bien.
Antes de irme, me comentó que si me quedaba unos días en el pueblo no dudara en acercarme para pedirle lo que necesitara.